Sunday, August 16, 2009

Blanco y negro, Manhattan




Como una más entre las miles de personas que circulaban por Manhattan, se dirigió presurosa hacia el Milton Garden, dos manzanas más al norte. Había pasado toda la mañana de compras, deteniéndose en unos almacenes cercanos a Madison Square, donde tomó el almuerzo y compró un conjunto de ropa interior de seda blanca. Le gustó el sujetador regiamente festoneado por un barroco encaje inglés; y el tanga, una ínfima representación de un corazón de seda coronado por un diamante, presto a lucir lujurioso en su negro pubis.
Estaba ansiosa por llegar a la habitación del hotel antes que él, tomar un baño y sorprenderle vestida de blanco. Atravesó el hall para dirigirse a los ascensores. Una vez dentro, apretó el botón de la séptima planta. Durante el ascenso, se deleitó con la imagen de la blanca ropa interior sobre su negra piel, follando salvajemente entre las paredes de terciopelo negro de aquella soberbia habitación del Milton. Entró. De sus ventanales colgaban larguísimos tules oscuros al vuelo de la brisa de Manhattan, y las butacas conjugaban varios tonos de grises sobre la madera negra. La inmensa cama King-Size emergía en el centro de la habitación, cual perfecto cubo negro de brillante raso. La negra madera de los armarios satinaba la estancia con la luz del atardecer. Se desnudó sin dilación, dejando su ropa desparramada sobre la silenciosa moqueta gris. Dejó las bolsas en el estante de la entrada y extrajo la lencería. Entró en el baño. Sus paredes estaban adoquinadas por oscura piedra volcánica. Una ambarina luz indirecta iluminaba la estancia, pincelada por toallas de riguroso negro. Por ello había comprado aquella lencería tan blanca, tan cándida, tan virgen. Para iluminar la negra estancia de tangible sexualidad.

El enorme espejo reflejó tenuemente su imagen desnuda. Acercó la lencería a sus mejillas para disfrutar del tacto de la seda. La deslizó sobre sus carnosos labios y mordisqueó el encaje almidonado del sostén. Se fijó en la bisutería del tanga y se la acercó al clítoris. Traviesa, sonrió. Sin poder resistir la tentación de sumergirse en la suavidad de la tela, se colocó el sujetador. Admiró y asió ante el espejo aquellos voluptuosos senos. Su oscuro pubis contrastaba con tanta blancura. Coquetamente, se colocó una mano encima de su negro vello y volvió a sonreír al espejo, a la vez que contoneaba lascivamente sus caderas, sus redondas nalgas, su coño húmedo. Depositó el tanga blanco en el suelo e introdujo lentamente una de sus largas piernas… después la otra; poco a poco y en vaivén, lo fue ajustando a sus exuberantes caderas. La tira del tanga se introducía entre sus nalgas. La notó tensa y la estiró, aún más. Y la siguió tensando acompasadamente, hacia arriba y hacia atrás. Veía cómo sus obscenos labios se marcaban a través de la blanca seda y sintió cómo su clítoris era mecido por una oleada de placer. Estaba realmente excitada. Liberó uno de sus senos por encima del sujetador. Pudo ver, erecto, su pigmentado y turgente pezón. Humedeció dos dedos en su boca roja y lo acarició. Su otra mano se deslizó muy suavemente hacia su coño caliente. Imperiosamente necesitaba que algo llenara su vagina: su dedo índice. Así, lo sumergió en el túnel y exploró sus cálidas rugosidades. En plena lujuria, lo metió una y otra vez, para posteriormente dirigirlo al vértice de su clítoris. Con los ojos entreabiertos y a media luz, pudo vislumbrarse como una mujer tremendamente guarra, de negros y rizados cabellos, de negra y aterciopelada piel, de negro y mojado coño. Semidesnuda y de blanco.

Súbitamente, escuchó un ligero suspiro a su izquierda. Dio un respingo y se volvió. Sumergida en aquella gran excitación, pudo verle. Era él. Yacía en la bañera, silencioso y en penumbra, dejando su blanco torso al descubierto entre la ya escasa espuma. Había estado allí desde el principio. La observaba serio, con la boca entreabierta y los ojos verdes chispeantes de deseo. Su mano derecha estaba sumergida bajo el agua; no podía dejar de acariciar su verga, tan hinchada, tan viril.

Aunque inicialmente sus miradas fueron de sorpresa, rápidamente viraron a un guiño de complicidad. No hubo palabras. Sus ojos se clavaron, íntimos. Aprovechando este puente, él se levantó de la bañera. Ella lo percibió tan blanco, tan salvaje, tan sexual… Le cubrió con una toalla negra, que dejaba libre el misil de su pene erecto.
Inmensamente excitados, se dirigieron a la nevera, de donde extrajeron el envase de leche. Sus bocas y sus lenguas iniciaron una eléctrica danza, bebiéndose el alma. Desnudo al dejar caer su toalla negra, tendió el cuerpo de ella boca arriba, sobre la cama de negro satén. Separó sus piernas, apareciendo ante sus ojos todo el negro coño: abierto, rizado, turgente y henchido, a un lado de la tira blanca del tanga. Le vertió un fino chorro de leche. Ella volteó su cabeza hacia atrás, loca de placer, gozando del gorgoteo de aquel glauco líquido sobre su clítoris, sobre sus labios. La blanca leche, juguetona, iba discurriendo por su coño y corría hasta su culo, humedeciéndolo de placer. Perfecto contraste de blanco sobre sus negros agujeros. Él se arrodilló con las piernas separadas a ambos lados de ella, y continuó vertiendo más leche. Esta vez sobre su blanco y lampiño vientre, sobre su duro y rosado pene, arroyo blanco que iba cayendo sobre aquellos pezones de ébano adornados de blanca lencería, sobre aquella boca sedienta. Ella comenzó a beber la blanca cascada que brotaba de su polla, de sus huevos. Chorreaban jugosos, blancos. Y los lamió y los bebió y los sorbió. Continuó con una succión acompasada del miembro, sintiendo la suavidad de su glande sobre su lengua, saboreó la leche, saboreó la polla, saboreó el paraíso. Y esto la puso muy, pero que muy caliente. Se incorporó desbocada, sentándose sobre el charco de leche. Hizo chapotear su coño ardiente en él, como una chiquilla, amagando infantiles quejidos de placer. Ante aquel espectáculo, él no pudo hacer más que lamer frenético todo lo blanco de aquel coño negro. Lo olió y se lo tragó todo. La leche y el sexo.

Y así, con la excitación que sólo puede dar el bicromatismo del blanco y el negro, la penetró. Irreversible, sin remedio, profunda y lentamente. Embestidas en blanco y negro. Su polla, a punto de estallar, entró hasta lo más hondo de aquella lechosa caverna, y entre los gemidos de ella la inundó de más leche, a borbotones, derramándose, muriendo ambos. Solos, entre dos colores.